Gorría de muestra en GTG

Artistas: Jorge Perugorría

Por: Antonio Enrique González Rojas

Si tuviera que clasificar a Jorge Perugorría dentro del contexto de las artes visuales contemporáneas cubanas, el primer elemento a tener en cuenta sería lo tremendamente temperamental de sus trazos: mezcla de vigor y premura, de intensidad y urgencia de alguien unívocamente hiperkinético, enemigo del estatismo y el preciosismo minucioso.

Así puedese apreciar en la muestra de amplios óleos exhibida durante el mes de mayo en GTG, donde Gorría —tal como firma sus piezas— atisba en lontananza las costas de la action painting, y establece un fuerte diálogo indistintamente estético y discursivo con clásicos de la vanguardia y la posvanguardia cubana como René Portocarrero (Ítaca), Wifredo Lam (Ceremonia, los dos de la serie Chivo que rompe tambó…), Antonia Eiriz (los dos de la serie Maleconadas), Ever Fonseca (Díptico Submarino amarillo, La máquina del tiempo), Choco (Ritual).

Heterodoxo y heterogéneo como el ajiaco con que Fernando Ortíz comparó a la Cultura Cubana toda, el pintor Gorría esgrime un verdadero racimo de herencias, y con la más visceral fuerza posible, lo sacude sobre el espinazo de la nación

Además de los evidentes códigos visuales, coincide con la mayoría de estos creadores en la estructuración de una iconografía —a medias entre lo abstracto y sensorial y lo figurativo surrealista— y una imaginería de tintes mágico-religiosos que se imbrican en mitología muy personal. Pero ineluctablemente signado este cosmos íntimo por el mythos afrocubano y caribeño; por el horror vacui del monte enmarañado y confuso, que bien pudiera calificarse de barroquismo selvático o eco-barroquismo; por el paroxismo, el éxtasis y la catarsis generados por los bailes ceremoniales y a la vez voluptuosos, obnubiladores de la conciencia y liberadores de las esencias instintivas: hambre, sexo, deseo.

La tela Ceremonia delata algo más nítidamente formas antropomorfas en pleno jolgorio, expandidas-confundidas en una madeja de líneas cinéticas, signos sonoros y marañas vegetales, mientras que Ritual marca quizás la continuidad y progresión del relato planteado en esta primera obra, donde humanos y naturaleza aparecen muy fusionados, confundidas sus respectivas individualidades en un todo orgiástico-místico, que canta a la estrecha interrelación de todas las manifestaciones de la materia.

Aunque de cariz más urbano, la “portocarreriana” Ítaca igual revela una mixtura de las esferas civilizatoria (ciudad) y natural (monte) en un amasijo tan abigarrado y laberíntico como el de Ritual. Las lógicas “racionalistas” que determinaron la ciudad —La Habana de Portocarrero, La Habana de Perugorría— en sus orígenes, termina diluyéndose en una nocturnal y misteriosa espesura, en franco desafío a cualquier diafanidad geométrica.

La necesidad, la ruina, el hacinamiento, revierten cualquier limpidez citadina en verdadero entramado de guaridas, que termina desmoronándose, en una eterna decadencia, por sobre la murada marina sintetizada en las Maleconadas de Gorría. Poderosa esta empalizada de voluntades, persistencias y creencias, como para terminar desgarrando en puros jirones a la mar embestidora, que ante la resiliencia presentada por la isla —no menos en desgarrada en menudos pedazos y lágrimas—, termina agotada y harapienta, como la presentan las obras de marras.

La máquina del tiempo y Submarino amarillo revelan, desde una perspectiva más lúdica y fantasiosa, la disolución de lo tecnológico ergo lo humano, en la arremolinada naturaleza, ya planteada en Ceremonia, Ritual e Ítaca. Maquinarias extravagantes, caprichosamente fantochescas, funcionales solo acorde los principios oníricos de Gorría que encontraron representación en estos lienzos. Pero funcionales sin duda.     

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