Girasoles para Diego

Artista: Jorge Perugorría
Diego, Van Gogh y la virtud del amor

A Michel Alpízar, amigo y cómplice.
Y también a Natalia Bolívar y Rufo Caballero.

Hay un símbolo de innegable protagonismo en la historia que narra la cinta cubana Fresa y Chocolate (1993), del cual muy poco se ha dicho. Su espesor metafórico es tal, que bien podría ensayarse un nuevo cartel que complemente los ya célebres barquillos de helado o el inmortal abrazo entre Diego y David. Hablo de los girasoles.

Se sabe: el primer encuentro entre ambos personajes sucede en la populosa heladería Coppelia. David está absorto, solitario, mientras toma un helado. Diego, que lo observaba desde antes, irrumpe en la mesa del otro con cierta suspicacia: en una mano la copa de helado, y en la otra, un ramo de girasoles junto a una bolsa en la que -lo sabremos casi inmediatamente- guarda unos libros proscritos. A partir de aquí será una interacción de tres: los dos jóvenes y las flores.

Asimismo, no habrá un solo acontecimiento de relevancia en la trama, donde no aparezcan los girasoles. Sigamos adelante con el escrutinio.

De la heladería al primer café en casa de Diego, se va tejiendo un prólogo que no podemos desestimar. Cuando abandonan el taxi advertimos que el ramo ha ido a parar a manos de David. Y unos segundos después, acontece ese plano memorable al pie de la octogenaria escalera que anticipa uno de los espacios más singulares de nuestra cinematografía: Diego ha recuperado sus girasoles y aguarda a un David no muy convencido, reticente y prejuicioso; el escenario es un prodigio de símbolos -mezcla de imágenes y textos plasmados sobre una pared gastada: una bandera cubana sobre la que descansa un retrato naif de Camilo; el nombre de Fidel presidiendo
un texto ilegible; una suerte de estatuilla clásica decapitada, como colofón.

Una vez en la “guarida” se da la epifanía de David, quien asiste deslumbrado a lo que parece un santuario compuesto por retratos, libreros, música, obras de arte y decoraciones que redimen lo más notable de la cultura y la identidad nacional. Es aquí cuando se nos revela que los girasoles entrañan una esencia mística: son una ofrenda destinada a Cachita, la Santa más grande en el panteón católico cubano, nuestra Virgen de la Caridad del Cobre.

Una ofrenda que exalta la complicidad sentimental entre ambos personajes: uno ateo, marxista, pragmático y heteropatriarcal; el otro, místico, romántico, intelectual y homosexual.

Vincent Van Gogh pintó su famosa serie de girasoles encontrándose en Arlés, al sur de Francia, durante el verano de 1888 y comienzos de 1889. Sin embargo, es en París donde repara por primera vez en la hipnótica imagen de esta flor. Sus girasoles parisinos son mustios, maltrechos y abandonados. Reflejo del crudo invierno que le tocó sufrir a Vincent en la capital. La calidez, la vibración, la intensidad y brillantez, que inunda sus girasoles posteriores equivalen a ese cambio bendito que experimenta el artista al mudarse a provincia y convivir con la paz bucólica. En Arlés, el pintor encuentra el amarillo en estado puro, en sus matices más bellos e insospechados, y ve renacer su sensibilidad. En sus Cartas a Theo le dedica algunas hermosas semblanzas a esta idílica región.

Cuando por fin Vincent persuade a Gauguin, su trágico amor, de venir a pasar un tiempo juntos en su nueva morada, se enfrasca en producir la serie de marras. El pintor quería decorar su casa con aquellas pinturas de girasoles, y de paso, obsequiarle alguna a su invitado. Paul, que reconoce un nuevo espíritu embargando el alma de Van Gogh, le devolverá el gesto al retratarlo mientras trabajaba en una de las pinturas.

Nancy se ha metido furtivamente en la casa de Diego, poco después de haberlo visto bajar las escaleras. Se trata de una prostituta enamorada, aunque cueste trabajo creerlo. David se ha convertido en una obsesión para ella y pretende consumar sus deseos, pero no de la forma acostumbrada. Su atracción va más allá de la carne.

Lo mira mientras duerme sobre el sofá. Sustrae un girasol del altar de la Virgen y se acerca al cuerpo tendido. Lentamente esgrime la flor hasta rozar a David. Es el comienzo del hechizo: la ofrenda divina es ahora un símbolo profano, el medio que encuentra Nancy para, mediante conjuros y ardides dizques religiosos, dominar la voluntad de David. Que ya no es David el comunista, ni la presa deseada; ahora es, nadie lo dude, su amor.

La paz entre Van Gogh y Gauguin era algo frágil. Fueron dos genios en constante disputa, pues sus vidas no tenían sentido al margen de lo estético; y esto último, se funda en la constante negación de ideas y en la manera exacerbada que adopta cada uno al encarar sus conflictos existenciales. La casa de Arlés es testigo de la peor de las trifulcas entre ambos pintores, cuyo presunto desenlace mitifica el tormento y la locura de Van Gogh. La oreja mutilada es el hecho límite: prueba del escarnio y la incomunicación en que acaba hundiéndose el desdichado artista.

Van Gogh fue el peor de los incomprendidos: no lo entendió su época, y tampoco lo entendieron sus cercanos, por más que intentó desnudar sus pasiones.

Otro tipo de escarnio es el que padece Diego, al ser increpado por Miguel, un personaje de triste recordación, cuya simpleza emotiva e ignorancia son reflejos del dogmatismo ideológico que allana al proceso político de la Revolución. David, que trae un ramo de girasoles para la Virgen (o para Diego), encuentra a su viejo amigo, fanático y abusivo, envuelto en una escaramuza con el que ahora se ha convertido en su mentor. De un lado a otro se contonean violentamente los cuerpos, hasta que por fin David se interpone. Los girasoles se agitan de un lado a otro, pero el joven no los deja caer.

Lo que sigue son amenazas e improperios de quien solo busca hacer daño y condenar a los otros, haciendo uso de una dudosa moralidad que es más bien una prédica vacía. Diego, David y los girasoles se quedan juntos, observados por los vecinos que asisten impávidos a lo ocurrido.

Treinta años después, la historia de Fresa y Chocolate no ha envejecido un segundo. Por el contrario, nos sigue hablando con la misma vital elocuencia de una realidad social que, pese a tener otros matices hoy día, aún no hemos superado. Jorge Perugorría (Pichi, desde ahora) sí que lleva en su rostro la huella del paso del tiempo, pero, lo mismo que su alter ego, no se ha dejado caer en las tumbas de la gloria. Ahora, retoma el cauce de su producción plástica y nos hace cómplices de una nueva serie de pinturas que procura ser una ofrenda, otra manera de redimir la vida de un personaje que encarna todas las exclusiones y los traumas padecidos por aquellos que, en distintos momentos de nuestra historia, no se han ajustado al “deber ser” y la corrección política.

Girasoles para Diego es una muestra sencilla en su aspecto pictórico que, sin embargo, alcanza su hondura en la intertextualidad y el simbolismo poético que la asiste. En su visualidad, donde el girasol se torna omnipresente, presumimos un cruce de voces e imaginarios que abarcan desde la iconografía artística occidental -puesto que nadie, como Van Gogh, inmortaliza la imagen de dicha flor- a la religiosidad popular cubana y su consabido sincretismo -pasando por el fraseo gozoso de algunas canciones. De modo que estamos ante un ensayo estético donde lo local y lo universal se reconcilian sin conflictos ni imposturas.

La vida de Pichi, desde que filmase Fresa y Chocolate, se trastocó ineluctablemente con la vida de Diego. Mientras que el hombre envejece, el personaje se inmortaliza más. Las preguntas y los temores que habitan a Diego; a quien le toca, involuntariamente, decirle adiós a Cuba, cuando se vuelven insoportables las tensiones políticas que le origina su condición humana, han encontrado respuesta en la biografía de un artista, de un hombre, que ha apostado a contrapelo, casi empecinadamente, por hacer su vida y su obra desde Cuba.

Para Diego, y para todos los afortunados testigos de esta exhibición, trae Pichi girasoles.
¡Girasoles, Girasoles!

Jorge Peré
Madrid – La Habana
diciembre 2023

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